Salimos de Erfoud con
dirección hacia las dunas del desierto de Merzouga. Paramos en el Zoco en el
que descubrimos como son sus mercados, pobres y con moscas, a rebosar de
artesanos que dominan el arte de la forja, los trabajos en piel, la alfarería y
los tintes en todo tipo de tejidos. Nos acosaron desde el primer momento y se
ofrecieron a ser nuestros guías en el zoco por un módico precio. Mientras el organizador
y director del viaje llegaba a un
acuerdo con ellos nosotros tomábamos nuestro bocadillo de embutido de la
furgoneta y una bebida fría, casi todos cerveza, en cuanto nos vieron se
acercaron ofreciéndonos pulseras, fósiles y cinturones a la mitad de precio si
les dábamos una cerveza o una coca cola. Muchos caímos en el trueque hasta que
la cosa se desmadró y hubo que poner orden. En ese momento ya teníamos un guía
que nos iba a enseñar el mercado y todas sus partes, nos llevó a la zona de las
especias y los jabones y aceites en donde el famoso aceite de Argán causo furor
entre los compradores al igual que las especias para condimentar los famosos
pinchitos morunos. En un país así no nos sorprendió que el guía no quisiera
parar en uno de los puestos del mercado y que no dejara que ninguno de nosotros
nos paráramos ya que no le daban comisión por las ventas; Tras unos minutos de
incertidumbre algunos decidieron volver y comprarse los chalecos que les habían
gustado tanto a pesar de que nuestro guía no se llevara ninguna comisión, eso
pareció no gustarle mucho aunque los que compraron volvieron encantados con sus
adquisiciones. No les gusta que les hagas fotos ni aunque se lo pidas por
favor, entonces no quedaba más remedio que intentar robar algunas a sabiendas
que de esas fotos solo saldrían bien un uno por cien de las instantáneas. A mí,
particularmente, me llamó mucho la atención la cantidad de barberías que había
en las que los hombres se arreglaban la barba y el pelo, cuando no tenían
clientes los barberos descansaban tumbados en los bancos o en las alfombras.
Ninguno nos dejó hacer fotos. En el mercado se repitió la tónica de siempre:
regateo y regateo. Lo que empezaba costando 600 dirhams lo terminabas comprando
por veinte, toda una lucha en la que sabías que te iban a engañar sí o sí. O
esa es la sensación que te queda en el
cuerpo y más aún cuando compras algo y ves que el compañero lo ha
comprado igual pero por la mitad. Volvimos a las motos que seguían vigiladas por
varios hombres que insistieron en pedirnos bebidas y dinero hasta que nos fuimos.
Salimos hacia el hotel,
situado muy cerca de las dunas del desierto de Merzouga, el hotel era una
construcción que parecía de adobe y se mimetizaba perfectamente con el entorno,
en la entrada dos estatuas de camellos, una a cada lado de la carretera, nos
daban la bienvenida. El hotel era amplio y agradable con habitaciones de buenas
dimensiones muy bien decoradas. Nos dimos un remojón en la piscina, pusimos un rato a cargar las
baterías de las cámaras y nos vestimos para cambiar nuestras monturas por los camellos
que nos esperaban en las dunas. Fuimos hasta allí en coches todo terreno, en
pocos minutos estábamos a pie de duna mirando de cerca los camellos e
intentando subir a ellos sin caernos de cabeza. Muchos de nosotros nos habíamos
ataviado con la vestimenta y los pañuelos típicos de los touareg, reíamos al
vernos a la vez que nos parecía precioso. En ese momento parecía que habían
cobrado vida las figuritas del belén de los abuelos. Turbantes, caftanes y
chilabas ondeando al aire sobre los camellos, cada animal llevaba en una oreja,
como un pendiente, una numeración, cada uno recordó el número del suyo para
volver a montarse en él cuando bajáramos de la cima de las dunas. El paso del
camello era lento, sus patas se asentaban en la arena con delicadeza
imprimiendo a sus movimientos un balanceo adormecedor, el sol caía en el
horizonte dibujando nuestras sombras en la arena anaranjada. Todas las cámaras
estaban en funcionamiento, los comentarios y las risas se fueron apagando para
dar paso a la contemplación del paisaje y al rumor de las pisadas de los
camellos en la arena, quedaban pocos minutos para la puesta de sol cuando los
camellos pararon en mitad de las dunas a poco camino de la cima que tuvimos que
subir casi corriendo para disfrutar de ver una puesta de sol única. Algunos
tiramos los zapatos en la arena y subimos la duna sintiendo la suavidad y la
temperatura de la arena. La arena era suave y cálida y su tacto en nuestros
pies parecía una caricia. Llegamos a lo alto de la duna para quedar
sobrecogidos por la belleza del paisaje que nos rodeaba, alguien señaló que
allí cerca estaba la frontera con Argelia, miramos durante unos segundos como
queriendo ver una línea que nos dijera que aquella era la frontera para volver
a sumergirnos en la belleza de una puesta de sol vista desde las dunas del
desierto. Todos quedamos en silencio tras hacer fotos y comentarios de la
experiencia vivida hasta ese momento, después habló el sol en su ocaso
dejándonos sin palabras.
Cuando por fin pudimos
reaccionar nos dimos cuenta de una imagen surrealista que estaba
desarrollándose frente a nosotros en las dunas más pequeñas, unos chiquillos
corrían con bicicletas por ellas, subiendo y bajando frente a los últimos rayos
de sol que aumentaban las bicis y a los niños en las sombras que dibujaban en
la arena.
Bajamos de la gran duna y
nos encontramos que cada camellero había sacado de su mochila un montón de
objetos y los había expuesto sobre una tela para vendérnoslos mientras nos
hablaba de lo difícil que era la vida en aquellos lugares y lo necesitados que
estaban de vender aquellas figuritas para poder sobrevivir con sus familias
durante el duro invierno. No nos quedó más remedio que comprarles algo ya que
consiguieron llegarnos al corazón. La oscuridad empezaba a hacer difícil
distinguir unos camellos de otros, subimos en ellos casi a oscuras y volvimos
hacia donde estaban los coches todoterreno esperándonos, cada grupo de camellos
tomó una dirección haciendo que en un momento nos encontráramos solos cuatro
camellos y un camellero bajo un cielo negro repleto de estrellas; Nos quedamos
en silencio disfrutando del momento, parecía como si nos hubiésemos perdido
subiendo y bajando lentamente dunas hasta que al final oímos las voces
divertidas de nuestros compañeros que esperaban junto a los coches. Casi todos
coincidimos en que hubiésemos seguido a lomos de aquellos animales toda la
noche cruzando las dunas del desierto. Volvimos al hotel con ganas de cenar, la
excursión nos había abierto el apetito. Llevábamos las bellas imágenes de las
dunas del desierto grabadas en el corazón, estábamos seguros de que no lo olvidaríamos
nunca.
El grupo se reunió tras
la cena en la terraza del hotel frente a las lejanas dunas y los camellos que
veíamos más cercanos, la noche era tan negra que las estrellas lucían con todo
su esplendor regalándonos el espectáculo de estrellas fugaces que nos obligaban
a soñar y pedir deseos, de fondo la música de la furgoneta que habían llevado
hasta las cercanías y las bebidas que en ella llevábamos y que nos relajaron en
conversaciones distendidas y anécdotas graciosas que íbamos contando uno tras
otro hasta caer en el silencio absortos en el baile de las estrellas que caían
en el desierto. La temperatura era tan buena que podíamos seguir en manga corta
sin notar ese frío que nos habían dicho que hacía por la noche. Quizás fue
nuestra noche de suerte. Los que quedaban se fueron poco a poco despidiendo
hasta que quedó tan solo la noche estrellada, negra y brillante rodeada de
desierto y unos cuantos moteros silenciosos disfrutando de un espectáculo único
e inolvidable.
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