El amanecer fue un regalo
de tonos anaranjados y neblinas, las dunas resplandecían a lo lejos marcando
sus sombras y luces con mucha intensidad, daba pena pensar en alejarse de
aquella belleza. Salimos de Merzouga hacia las gargantas del Todra, pasando por
el valle de las Rosas. Fue un enorme placer quitarle la funda a la moto y
reencontrarme con ella, decidí que era el momento de hacer hueco en el equipaje
y dejar la vieja funda, en algún rincón roída por los ratones del jardín, en
aquél hotel, quizás le iría bien a otra moto para protegerla de las tormentas
de arena que tan solo vimos de lejos. Dicho y hecho, dejé la funda de la moto
para que otros la disfrutaran como si fuera una forma de quedarme allí.
En la salida nos espera
el fotógrafo para inmortalizar un día más de ruta, hace calor pero el aire es
seco, por eso la sensación no es agobiante, circulamos en manga corta
despidiéndonos de la belleza de las dunas, los camellos y las palmeras y
árboles aislados, volvemos a descubrir la belleza del inmenso cielo que cubre
el desierto en el que a veces flota una nube solitaria. Seguimos descubriendo
la belleza de la tierra, las casas que se mimetizan con el paisaje, las
personas que van en burro o en bicicleta ataviados con sus ropas que para
nosotros son raras, seguramente para ellos los raros somos nosotros.
Los niños nos sonríen y
saludan como en todos los pueblos por los que hemos pasado, menos los dos o
tres que nos tiran chinitas que rebotan delante de nuestras motos sin darnos.
En el camino encontramos puertas protegidas por torres que parecen de barro,
adornadas por banderas que dan acceso a lugares misteriosos en los que no
entramos, edificios a medio terminar, niños sentados en el bordillo de una
acera diciéndonos adiós mientras se reparten una bolsa de patatas fritas y
jóvenes con pantalón y pañuelo que van en bicicleta, también nos cruzamos con
una figura recubierta de velos marrones de pies a cabeza que cruza la carretera
ante nosotros llevando en una mano un cartón con huevos y en la otra una bolsa
de tela repleta de verduras, solo se le ven los dedos de una mano, lo demás es
un revoltijo de telas que insinúan bajo ellas un cuerpo de mujer. Los mástiles
con las banderas rojas vuelven a ondear en las aceras y en las rotondas que
vamos pasando, una gran puerta, del más puro estilo marroquí, adornada con
banderas rojas y tejadillos de tejas verdes da acceso al centro de la ciudad.
Mujeres ataviadas con velos y ropajes negros o marrones, a las que solo se les
ven las manos o los pies envueltos en sandalias, se cruzan ante nuestra vista
llamando nuestra atención al igual que los grupos de chicas en bicicleta
ataviadas con pantalones y cubiertas las cabezas con pañuelos negros, lilas,
azules o marrones que nos saludan y sonríen a nuestro paso. En nuestro interior
comparamos su forma de vivir y la nuestra y, aparte de la vestimenta, no parece
haber muchas diferencias ya que salen del colegio al igual que lo hacen los
niños en nuestros países. De todas formas nos hace pensar mientras atravesamos
el pueblo en formación observando los vehículos, burros y carromatos con los
que nos cruzamos como si fueran escenas de películas antiguas.
En un paraje desértico
vimos un museo flanqueado por el esqueleto de un dinosaurio y varios animales y
fósiles más a los que no supimos poner nombre mientras pasábamos despacio.
De Merzouga a la garganta
del Todra pasamos por un poblado en el
que había un mercado lleno de vida, mujeres envueltas en velos negros bajo los
que se adivinan vestidos rosas y pantalones de pijama de variados colores. La
población es muy joven y el tráfico rodado escaso, a excepción de burros,
bicicletas y algún que otro ciclomotor cargado con bidones, el casco colgado en
el manillar y el turbante puesto. Una mujer subida en un burro, cubierta de
velos y con una cesta de mimbre llena de verduras bajo la sombra de unas palmeras
me sitúa, de nuevo, en las figuritas del belén que montaban cada año los
abuelos.
Nos dirigimos por el
valle de las rosas jugando y bailando en las motos mientras hacemos fotos y más
fotos, el día es espléndido, luce el sol y no hace mucho calor. Fuimos a la
garganta del Todra pasando por sorprendentes zonas verdes llenas de palmerales
y tierras de cultivo de las que volvían
mujeres cargadas con fardos de hierbas y burros cargados hasta los topes.
La garganta del Todra nos
recibió con sus majestuosas paredes de piedra entre las que discurre un pequeño
río en el que bebe el ganado. La luz del sol no entra por entre las altas
paredes y los colores son tan intensos que hacen daño a la vista. Disfrutamos
de tomar un té en la terraza de un bar que está justo en la orilla del rio, en
el puente nos volvimos a hacer una foto de grupo con la bandera de Harley. El
ambiente es muy agradable y más, después de haber tomado nuestra bocadillo de
embutido junto a la furgoneta. El té nos resulta exquisito y algo caro, veinte
dírhams (dos euros), pero lo peor fue la larga espera que entretuvimos
charlando y haciendo fotos. Todos nos sentimos felices de realizar este viaje,
es una aventura que nos está descubriendo un mundo insospechado y lleno de
bellos matices. El grupo está relajado y tranquilo, nadie discute, nadie
protesta, es una extraña balsa de aceite ya que en todos los viajes suelen
surgir discrepancias y, a veces, hasta grandes discusiones, si esto sigue así
es posible que estemos creando el germen de una amistad duradera con todos
ellos.
Nos dirigimos hacia el
hotel en el que nos recibieron con cantos y bailes típicos de los que sacamos
fotos y videos y, por supuesto, bailamos e intentamos cantar con ellos. Después
de bajar todo el equipaje tuvimos que dedicar el tiempo, que los compañeros
dedicaban a refrescarse en la piscina y beber unas copas de vino, a
descargar las fotos del día, cargar
todas las baterías y lavar y poner a secar la ropa. Cuando bajamos a la piscina
ya estaban nuestros compañeros muy alegres por el par de copas de vino que
habían tomado. La cena fue divertida y disfrutamos de uno de los platos típicos
de la zona que nos encantó, no soy capaz de repetir el nombre pero era como una
empanada de carne muy sabrosa y agradable al paladar. Desde la terraza del
hotel, a nuestros pies, se veía toda la población de casas del color del adobe
que se mimetizaban con el paisaje colindante a la vez que nos asombraba la
cantidad de vegetación que, como un río se veía frente a nosotros, la puesta de
sol fue de una magia total, los colores tenían una fuerza fuera de lo habitual,
tanto es así que durante un buen rato dejamos todos de hablar y nos sumergimos
en la magia de la luz cambiante hasta que llegó la oscuridad total bajo un gran
cielo lleno de estrellas. Después de charlar un rato y hacer las últimas fotos
nos retiramos a las habitaciones para descansar, cosa que no pudimos hacer
hasta no haber visto todas las fotos que habíamos hecho durante el día y que
nos recordaron vivamente por todos los lugares que habíamos pasado. El día
siguiente saldríamos más tarde para disfrutar del hotel y de un merecido
descanso.
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