THE YOSUA TEAM

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jueves, 14 de noviembre de 2013

6º Dia de viaje

El amanecer fue un regalo de tonos anaranjados y neblinas, las dunas resplandecían a lo lejos marcando sus sombras y luces con mucha intensidad, daba pena pensar en alejarse de aquella belleza. Salimos de Merzouga hacia las gargantas del Todra, pasando por el valle de las Rosas. Fue un enorme placer quitarle la funda a la moto y reencontrarme con ella, decidí que era el momento de hacer hueco en el equipaje y dejar la vieja funda, en algún rincón roída por los ratones del jardín, en aquél hotel, quizás le iría bien a otra moto para protegerla de las tormentas de arena que tan solo vimos de lejos. Dicho y hecho, dejé la funda de la moto para que otros la disfrutaran como si fuera una forma de quedarme allí.
En la salida nos espera el fotógrafo para inmortalizar un día más de ruta, hace calor pero el aire es seco, por eso la sensación no es agobiante, circulamos en manga corta despidiéndonos de la belleza de las dunas, los camellos y las palmeras y árboles aislados, volvemos a descubrir la belleza del inmenso cielo que cubre el desierto en el que a veces flota una nube solitaria. Seguimos descubriendo la belleza de la tierra, las casas que se mimetizan con el paisaje, las personas que van en burro o en bicicleta ataviados con sus ropas que para nosotros son raras, seguramente para ellos los raros somos nosotros.
Los niños nos sonríen y saludan como en todos los pueblos por los que hemos pasado, menos los dos o tres que nos tiran chinitas que rebotan delante de nuestras motos sin darnos. En el camino encontramos puertas protegidas por torres que parecen de barro, adornadas por banderas que dan acceso a lugares misteriosos en los que no entramos, edificios a medio terminar, niños sentados en el bordillo de una acera diciéndonos adiós mientras se reparten una bolsa de patatas fritas y jóvenes con pantalón y pañuelo que van en bicicleta, también nos cruzamos con una figura recubierta de velos marrones de pies a cabeza que cruza la carretera ante nosotros llevando en una mano un cartón con huevos y en la otra una bolsa de tela repleta de verduras, solo se le ven los dedos de una mano, lo demás es un revoltijo de telas que insinúan bajo ellas un cuerpo de mujer. Los mástiles con las banderas rojas vuelven a ondear en las aceras y en las rotondas que vamos pasando, una gran puerta, del más puro estilo marroquí, adornada con banderas rojas y tejadillos de tejas verdes da acceso al centro de la ciudad. Mujeres ataviadas con velos y ropajes negros o marrones, a las que solo se les ven las manos o los pies envueltos en sandalias, se cruzan ante nuestra vista llamando nuestra atención al igual que los grupos de chicas en bicicleta ataviadas con pantalones y cubiertas las cabezas con pañuelos negros, lilas, azules o marrones que nos saludan y sonríen a nuestro paso. En nuestro interior comparamos su forma de vivir y la nuestra y, aparte de la vestimenta, no parece haber muchas diferencias ya que salen del colegio al igual que lo hacen los niños en nuestros países. De todas formas nos hace pensar mientras atravesamos el pueblo en formación observando los vehículos, burros y carromatos con los que nos cruzamos como si fueran escenas de películas antiguas.
En un paraje desértico vimos un museo flanqueado por el esqueleto de un dinosaurio y varios animales y fósiles más a los que no supimos poner nombre mientras pasábamos despacio.
De Merzouga a la garganta del Todra pasamos por un  poblado en el que había un mercado lleno de vida, mujeres envueltas en velos negros bajo los que se adivinan vestidos rosas y pantalones de pijama de variados colores. La población es muy joven y el tráfico rodado escaso, a excepción de burros, bicicletas y algún que otro ciclomotor cargado con bidones, el casco colgado en el manillar y el turbante puesto. Una mujer subida en un burro, cubierta de velos y con una cesta de mimbre llena de verduras bajo la sombra de unas palmeras me sitúa, de nuevo, en las figuritas del belén que montaban cada año los abuelos.
Nos dirigimos por el valle de las rosas jugando y bailando en las motos mientras hacemos fotos y más fotos, el día es espléndido, luce el sol y no hace mucho calor. Fuimos a la garganta del Todra pasando por sorprendentes zonas verdes llenas de palmerales y tierras de cultivo de  las que volvían mujeres cargadas con fardos de hierbas y burros cargados hasta los topes.
La garganta del Todra nos recibió con sus majestuosas paredes de piedra entre las que discurre un pequeño río en el que bebe el ganado. La luz del sol no entra por entre las altas paredes y los colores son tan intensos que hacen daño a la vista. Disfrutamos de tomar un té en la terraza de un bar que está justo en la orilla del rio, en el puente nos volvimos a hacer una foto de grupo con la bandera de Harley. El ambiente es muy agradable y más, después de haber tomado nuestra bocadillo de embutido junto a la furgoneta. El té nos resulta exquisito y algo caro, veinte dírhams (dos euros), pero lo peor fue la larga espera que entretuvimos charlando y haciendo fotos. Todos nos sentimos felices de realizar este viaje, es una aventura que nos está descubriendo un mundo insospechado y lleno de bellos matices. El grupo está relajado y tranquilo, nadie discute, nadie protesta, es una extraña balsa de aceite ya que en todos los viajes suelen surgir discrepancias y, a veces, hasta grandes discusiones, si esto sigue así es posible que estemos creando el germen de una amistad duradera con todos ellos.
Nos dirigimos hacia el hotel en el que nos recibieron con cantos y bailes típicos de los que sacamos fotos y videos y, por supuesto, bailamos e intentamos cantar con ellos. Después de bajar todo el equipaje tuvimos que dedicar el tiempo, que los compañeros dedicaban a refrescarse en la piscina y beber unas copas de vino, a descargar  las fotos del día, cargar todas las baterías y lavar y poner a secar la ropa. Cuando bajamos a la piscina ya estaban nuestros compañeros muy alegres por el par de copas de vino que habían tomado. La cena fue divertida y disfrutamos de uno de los platos típicos de la zona que nos encantó, no soy capaz de repetir el nombre pero era como una empanada de carne muy sabrosa y agradable al paladar. Desde la terraza del hotel, a nuestros pies, se veía toda la población de casas del color del adobe que se mimetizaban con el paisaje colindante a la vez que nos asombraba la cantidad de vegetación que, como un río se veía frente a nosotros, la puesta de sol fue de una magia total, los colores tenían una fuerza fuera de lo habitual, tanto es así que durante un buen rato dejamos todos de hablar y nos sumergimos en la magia de la luz cambiante hasta que llegó la oscuridad total bajo un gran cielo lleno de estrellas. Después de charlar un rato y hacer las últimas fotos nos retiramos a las habitaciones para descansar, cosa que no pudimos hacer hasta no haber visto todas las fotos que habíamos hecho durante el día y que nos recordaron vivamente por todos los lugares que habíamos pasado. El día siguiente saldríamos más tarde para disfrutar del hotel y de un merecido descanso.  

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