THE YOSUA TEAM

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jueves, 14 de noviembre de 2013

1º Dia de viaje

Comenzaba un 27 de septiembre que prometía ser soleado. En el hotel  conocimos a dos compañeros de ruta que estaban tan emocionados como nosotros, salimos juntos en dirección al punto de reunión. Los motores de nuestras motos rugían rompiendo el silencio del amanecer en la avenida desierta. En el punto de reunión ya había varias motos, un coche todo terreno y una furgoneta en la que iban metiendo maletas y mochilas para que pudiéramos conducir más cómodos. Fuimos presentándonos unos a otros, olvidando los nombres y volviéndolos a repetir, intentando relacionar las motos con sus ocupantes y sus nombres, en los próximos días el ejercicio más habitual iba a ser acordarnos del nombre de todos, era una gran ayuda que varios lo llevaran bordado en el chaleco o pintado en el casco. Todos teníamos ganas de pasarlo bien. El ambiente no podía ser mejor. Casi todos se asombraron de ver conducir una moto de ese tipo a una mujer.
Salimos de Marbella camino de Algeciras 13 motos, eran poco más de las ocho de la mañana, íbamos en formación subiendo por las colinas de la ciudad en dirección a la autopista de peaje. No podíamos llegar tarde. Desde mi retrovisor veía las motos en formación de espiga, un zig-zag perfecto que daba a entender los buenos moteros que eran, nadie diría que era la primera vez que rodábamos juntos. Una sonrisa de satisfacción se reflejó en mi cara, la aventura prometía ser perfecta.
De peaje a peaje y de parada en parada nos fuimos conociendo más. Empezábamos a hacer fotos del camino, cuando llegamos al puerto de Algeciras, tras un rato de laberinto entre obras, empezamos a charlar amigablemente al igual que lo fuimos haciendo en el barco mientras sellábamos todos los documentos para entrar en Marruecos. En la aduana seguimos charlando hasta que tuvimos toda la documentación de los vehículos sellada y firmada. La aventura empezaba en tierras Marroquís.
Los altos muros que rodeaban el puerto y las alambradas nos llamaron la atención al igual que las banderas rojas con la estrella de cinco puntas en verde ondeando en todas las rotondas y a lo largo de la autopista como esperando a un alto dignatario. De vez  en cuando veíamos guardias uniformados situados estratégicamente en zonas elevadas, todos  parecían iguales, como si fuera el mismo, repetido docenas de veces bajo un sol abrasador.
Los colores de este país desconocido atraían nuestras miradas, nos asombraba el poco tráfico, parecía un país nuevo, a medio construir. Cuando paramos en la primera gasolinera respiramos tranquilos al ver que aceptaban que pagáramos en euros aunque el cambio nos lo dieran en dírhams. Todos desconfiábamos pero al hacer las cuentas vimos que  el cambio era correcto. Junto a la gasolinera había un restaurante en el que compramos pan para hacer el picnic con la comida que llevábamos en la furgoneta, la verdad es que nos pareció una gran idea, no porque la comida del restaurante tuviese mala pinta, que no era así, sino por la tranquilidad de saber que podíamos parar en cualquier parte del camino que nos gustara para comer y estirar las piernas. Podíamos elegir entre tres tipos de embutidos ibéricos distintos en paquetes envasados al vacío y calculados para hacer un bocadillo de buen tamaño acompañado por la bebida que llevábamos en la furgoneta y que aún no estaba fría del todo. Toda la comida y bebida se había pagado con un fondo común que nos aseguraba tener siempre algo para comer y beber a mitad de la ruta. El desayuno y la cena iban incluidos en todos los hoteles.
El restaurante era un gran local con una cocina tradicional bajo un tejadillo en mitad de un gran patio, allí pudimos ver como hacían al momento el pan tradicional en el que íbamos a meter nuestro embutido para comer, también vimos el gran horno y la mesa llena de tallines de barro en la que se cocían los sabrosos cus-cus.
Charlando amigablemente descubrimos que ya se habían producido las primeras pérdidas del viaje, uno de los compañeros había perdido el ticket de la autopista y otro su teléfono móvil, nos reímos con todas las anécdotas que fuimos contando hasta que terminamos de comer y volvimos a la carretera en perfecta formación, seguidos por el todoterreno y la furgoneta que llevaba el equipaje, la moto de reserva y la comida y bebida para cada mediodía.
Las construcciones de adobe nos sorprendían en mitad del campo, eran del mismo color de la tierra circundante y se mimetizaba con ella, las casas, sin pintar parecían extensiones de la misma tierra si no hubiese sido porque algunas tenían un reborde blanco alrededor de alguna ventana. Nos sobrecoge el color de los campos y nos llama la atención las personas vestidas de una forma tan distinta a la nuestra con las que nos cruzamos por el camino. Túnicas y velos al viento.
 En uno de los primeros puentes que cruzaban sobre la autopista, bastante nuevo, por cierto, vimos cruzar sobre nuestras cabezas un burro con un hombre encima, fue una pena que no tuviésemos las cámaras atentas para recoger esa imagen bella y contradictoria a la vez. Avanzamos por la autopista asombrándonos ante los vehículos cargados, unos con jaulas de pavos y otros con grandes bolsas de color azul o amarillo  que parecían enormes cojines envueltos en plástico.
A los lados de la carretera veíamos de forma intermitente ganado lanar, burros, alguna vaca y todo tipo de bicicletas y pequeños ciclomotores de esos que fueron modernos en nuestro país en el siglo pasado.
Llegamos a Meknes con las retinas llenas de paisajes nuevos y personajes exóticos, parecía que nos empezábamos a meter entre las figuritas de un belén. Anochecía, el pueblo estaba en  fiestas, olía a pinchitos morunos y a carne a la plancha, los velos de colores y los caftanes revoloteaban en el aire cálido de  la noche. Dimos la vuelta en la primera rotonda, volvimos a ver la fiesta del pueblo desde lejos y enfilamos hacia el hotel. La bajada al garaje fue un salto continuo. Cenamos en el hotel lo poco que quedaba en el buffet y nos dividimos, hubo gente que fue al pueblo, otros fueron a descansar y los demás nos quedamos tomando una cerveza en la barra del bar mientras charlábamos y nos íbamos conociendo un poco más. No importaba quienes éramos y que hacíamos, importaba que todos éramos moteros con ganas de aventura.
Al llegar a la habitación aún quedaba el calvario de poner en carga todas las baterías de las cámaras, lavar la ropa sucia, ducharnos y descansar.
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