Comenzaba un 27 de
septiembre que prometía ser soleado. En el hotel conocimos a dos compañeros de ruta que
estaban tan emocionados como nosotros, salimos juntos en dirección al punto de
reunión. Los motores de nuestras motos rugían rompiendo el silencio del
amanecer en la avenida desierta. En el punto de reunión ya había varias motos,
un coche todo terreno y una furgoneta en la que iban metiendo maletas y
mochilas para que pudiéramos conducir más cómodos. Fuimos presentándonos unos a
otros, olvidando los nombres y volviéndolos a repetir, intentando relacionar
las motos con sus ocupantes y sus nombres, en los próximos días el ejercicio
más habitual iba a ser acordarnos del nombre de todos, era una gran ayuda que
varios lo llevaran bordado en el chaleco o pintado en el casco. Todos teníamos
ganas de pasarlo bien. El ambiente no podía ser mejor. Casi todos se asombraron
de ver conducir una moto de ese tipo a una mujer.
Salimos de Marbella
camino de Algeciras 13 motos, eran poco más de las ocho de la mañana, íbamos en
formación subiendo por las colinas de la ciudad en dirección a la autopista de
peaje. No podíamos llegar tarde. Desde mi retrovisor veía las motos en
formación de espiga, un zig-zag perfecto que daba a entender los buenos moteros
que eran, nadie diría que era la primera vez que rodábamos juntos. Una sonrisa
de satisfacción se reflejó en mi cara, la aventura prometía ser perfecta.
De peaje a peaje y de
parada en parada nos fuimos conociendo más. Empezábamos a hacer fotos del
camino, cuando llegamos al puerto de Algeciras, tras un rato de laberinto entre
obras, empezamos a charlar amigablemente al igual que lo fuimos haciendo en el
barco mientras sellábamos todos los documentos para entrar en Marruecos. En la
aduana seguimos charlando hasta que tuvimos toda la documentación de los
vehículos sellada y firmada. La aventura empezaba en tierras Marroquís.
Los altos muros que
rodeaban el puerto y las alambradas nos llamaron la atención al igual que las
banderas rojas con la estrella de cinco puntas en verde ondeando en todas las
rotondas y a lo largo de la autopista como esperando a un alto dignatario. De vez en cuando veíamos guardias uniformados
situados estratégicamente en zonas elevadas, todos parecían iguales, como si fuera el mismo,
repetido docenas de veces bajo un sol abrasador.
Los colores de este país
desconocido atraían nuestras miradas, nos asombraba el poco tráfico, parecía un
país nuevo, a medio construir. Cuando paramos en la primera gasolinera
respiramos tranquilos al ver que aceptaban que pagáramos en euros aunque el
cambio nos lo dieran en dírhams. Todos desconfiábamos pero al hacer las cuentas
vimos que el cambio era correcto. Junto
a la gasolinera había un restaurante en el que compramos pan para hacer el
picnic con la comida que llevábamos en la furgoneta, la verdad es que nos
pareció una gran idea, no porque la comida del restaurante tuviese mala pinta,
que no era así, sino por la tranquilidad de saber que podíamos parar en
cualquier parte del camino que nos gustara para comer y estirar las piernas.
Podíamos elegir entre tres tipos de embutidos ibéricos distintos en paquetes
envasados al vacío y calculados para hacer un bocadillo de buen tamaño
acompañado por la bebida que llevábamos en la furgoneta y que aún no estaba
fría del todo. Toda la comida y bebida se había pagado con un fondo común que
nos aseguraba tener siempre algo para comer y beber a mitad de la ruta. El
desayuno y la cena iban incluidos en todos los hoteles.
El restaurante era un
gran local con una cocina tradicional bajo un tejadillo en mitad de un gran
patio, allí pudimos ver como hacían al momento el pan tradicional en el que
íbamos a meter nuestro embutido para comer, también vimos el gran horno y la
mesa llena de tallines de barro en la que se cocían los sabrosos cus-cus.
Charlando amigablemente
descubrimos que ya se habían producido las primeras pérdidas del viaje, uno de
los compañeros había perdido el ticket de la autopista y otro su teléfono
móvil, nos reímos con todas las anécdotas que fuimos contando hasta que
terminamos de comer y volvimos a la carretera en perfecta formación, seguidos
por el todoterreno y la furgoneta que llevaba el equipaje, la moto de reserva y
la comida y bebida para cada mediodía.
Las construcciones de
adobe nos sorprendían en mitad del campo, eran del mismo color de la tierra circundante
y se mimetizaba con ella, las casas, sin pintar parecían extensiones de la
misma tierra si no hubiese sido porque algunas tenían un reborde blanco
alrededor de alguna ventana. Nos sobrecoge el color de los campos y nos llama
la atención las personas vestidas de una forma tan distinta a la nuestra con
las que nos cruzamos por el camino. Túnicas y velos al viento.
En uno de los primeros puentes que cruzaban
sobre la autopista, bastante nuevo, por cierto, vimos cruzar sobre nuestras
cabezas un burro con un hombre encima, fue una pena que no tuviésemos las cámaras
atentas para recoger esa imagen bella y contradictoria a la vez. Avanzamos por
la autopista asombrándonos ante los vehículos cargados, unos con jaulas de
pavos y otros con grandes bolsas de color azul o amarillo que parecían enormes cojines envueltos en
plástico.
A los lados de la
carretera veíamos de forma intermitente ganado lanar, burros, alguna vaca y
todo tipo de bicicletas y pequeños ciclomotores de esos que fueron modernos en
nuestro país en el siglo pasado.
Llegamos a Meknes con las
retinas llenas de paisajes nuevos y personajes exóticos, parecía que nos
empezábamos a meter entre las figuritas de un belén. Anochecía, el pueblo
estaba en fiestas, olía a pinchitos
morunos y a carne a la plancha, los velos de colores y los caftanes
revoloteaban en el aire cálido de la
noche. Dimos la vuelta en la primera rotonda, volvimos a ver la fiesta del
pueblo desde lejos y enfilamos hacia el hotel. La bajada al garaje fue un salto
continuo. Cenamos en el hotel lo poco que quedaba en el buffet y nos dividimos,
hubo gente que fue al pueblo, otros fueron a descansar y los demás nos quedamos
tomando una cerveza en la barra del bar mientras charlábamos y nos íbamos conociendo
un poco más. No importaba quienes éramos y que hacíamos, importaba que todos
éramos moteros con ganas de aventura.
Al llegar a la habitación
aún quedaba el calvario de poner en carga todas las baterías de las cámaras,
lavar la ropa sucia, ducharnos y descansar.
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