Después de desayunar y
hacer unas cuantas fotos a los camellos que había en los alrededores y a las
zonas más bonitas del hotel nos reunimos con el grupo en la puerta en la que un
enorme hombre negro, todo vestido de blanco, hacia guardia y recibía a los
clientes, sus rasgos eran de gran belleza y todas las mujeres queríamos
hacernos fotos a su lado a pesar de sacarnos varios palmos de altura, él aceptaba
paciente a que una y otra vez se dispararan las cámaras para llevarnos de
recuerdo su esbelta figura vestida con chilaba blanca y turbante del mismo
tono.
Dejamos las motos
descansar bajo el tejado del aparcamiento y nos dividimos en grupos de cinco en cada todoterreno, la aventura de
adentrarnos en las dunas del desierto en todoterrenos comenzaba; en la entrada
del hotel, junto a las figuras de los dos enormes camellos, nos esperaba el
fotógrafo del grupo (mi paquete de la moto) y unos niños que llevaban en brazos
unos animales a los que llamaron zorros del desierto y que yo nunca antes había
visto, eran unos seres adorables, suaves, blancos, livianos y con unas enormes
orejas y un morrito afilado que daban ganas de acariciar, sus ojos, negros y
rasgados, eran muy parecidos a los de los niños que los llevaban atados de un
fino cordel. Casi todos quisimos hacernos fotos con ellos y, por supuesto, hubo
que darles algo de dinero minutos más tarde. La sensación de tener en brazos
esos cuerpecitos flacos y cálidos, suaves y tranquilos ha sido una de las
experiencias que más me han gustado, hasta la fecha, de este viaje; los
animalitos en ningún momento gruñeron ni se mostraron hostiles, es más,
parecían haber nacido para pasar de brazo en brazo, de turista en turista y
de foto en foto. Nos hicimos la foto con
la pancarta de Harley Davidson, algo que ya venía siendo habitual en los
últimos días y que siempre despertaba cantidad de comentarios: “estamos a
contraluz” “va a salir ese poste” “no cabemos todos” “por allí hay unos que no
se van a salir en la foto”…y un largo etc que hacía que tardáramos mucho en
colocarnos, después subimos a los todoterrenos con la sensación de ir en
jaulas, yo, personalmente, echaba de menos el aire en la cara y la libertad de
sujetar los mandos de mi moto y dirigirla camino del desierto, una sensación de
mareo y ahogo hicieron que me encontrara incómoda todo el tiempo a pesar de ir
entretenida haciendo fotos por la ventanilla; era todo un espectáculo ver seis
todoterrenos avanzando por las tierras desérticas, levantando polvo que nos
seguía como un velo transparente y dibujaba estelas en las tierras yermas y en
los espejismos que vimos, a lo lejos se veían las grandes dunas anaranjadas,
subimos y bajamos por carreteras de arena, paramos a hacer fotos y más fotos,
llegamos a un poblado de antiguos mineros negros que ahora se habían convertido
en artistas y que nos deleitaron con cantos y bailes. Nos sorprendió la
exquisita limpieza de los baños públicos y su variedad, tanto podías encontrar
uno con taza como el más habitual por allí: la plataforma de porcelana en la
que solo tenías que poner los pies sobre las huellas e intentar atinar en el
agujero que se volvía negro en el fondo.
Olía a lejía y jabón a pesar de tener que limpiar el sanitario echando agua con
un cubo que había en un rincón junto a un grifo que salía de una manguera,después
de usarlo ya que los calderines con cadena parecía que no habían llegado aún a
esos lugares remotos. Tanto el suelo como el entorno estaban muy limpios.
También nos sorprendieron los bailes y cantos hasta el momento que tuvimos que
salir de la pequeña habitación en la que ya empezaba a hacer demasiado calor
con tanta gente allí dentro. Los cantantes y danzarines iban vestidos con túnicas
blancas y turbantes del mismo color, eran negros de piel y durante generaciones
trabajaron en las minas de plomo venenoso que ya no se explotaban de la misma
manera.
Hicimos fotos de niños a
los que les dábamos caramelos y sumergían sus caritas en los bolsos buscando
algún tesoro. Las cámaras no paraban de disparar. Tanto los niños como los
mayores tenían cuerpos delgados y fibrosos en los que nunca había residido el
sobrepeso, casi todos los pequeños iban
vestidos a la europea cosa que ocurría con muy pocos adultos.
En el poblado, en el
cruce de la calle principal había un hombre joven y fuerte haciendo un agujero
grande, sudaba copiosamente y nos contó que estaba haciendo un pozo negro pero
que trabajaría mejor y más rápido si le dábamos algo de dinero por verle
trabajar. La simplicidad de las casas, la falta de adornos y la delgadez
extrema de sus habitantes, incluidos gatos, cabras y asnos, nos hicieron darnos
cuenta de que para vivir realmente hacía falta muy poco a pesar de que luego
nos sorprendían yendo montados en burro pero hablando por unos móviles de
última generación o teniendo antenas parabólicas en las azoteas de sus casas de
adobe perdidas en mitad del desierto.
Abandonamos el pueblo en dirección a las minas
en las que unos cuantos hombres seguían extrayendo el venenoso mineral de plomo.
En una de las paradas,
rodeados por la inmensidad del desierto, vimos, escrito en el suelo con piedras
la palabra “Sahara” que nos hizo recordar y pensar en toda la historia que se escondía tras
ella. Aprovechamos para huir del calor tomando una bebida fresca de la
furgoneta mientras cada uno miraba hacia el infinito perdido en sus pensamientos,
a nuestro alrededor: nada. Más lejos…nada, solo las arenas multicolores del
desierto, un sol de justicia y la historia de un pueblo abandonado del que
quedaban bastantes ruinas a medio caer y un cementerio francés abandonado con
sus cruces de piedra en el lugar más silencioso del mundo. En el cielo no se
veía ningún pájaro, sobre la tierra, a lo lejos, la silueta de algunos camellos
dormitando a pleno sol levantaban la linealidad del paisaje que iba a morir en
las dunas.
Llegamos a la casa de Alí
el cojo, su coche todoterreno con un logotipo de un camello con una pata de
palo estaba aparcado en mitad del desierto, entre la casa de adobe, pequeña y
de líneas rectas y la jaima de lana de cabra que nos protegió del sol mientras
degustábamos un sabroso té marroquí y hacíamos la consabida foto con la bandera
de Harley Davidson. Mientras el grupo descansaba a la sombra algunos hacíamos
fotos del redil que compartían gallinas, cabras y ovejas y jugábamos con la
mascota de la casa, una cabrita joven que empujaba nuestras manos con sus
cuernos incipientes. Los niños volvieron a acercarse y volvimos a rebuscar en
los bolsos hasta que apareció algo para darles. De vez en cuando surgía en
mitad del desierto un árbol, o como mucho tres, junto a los que dormitaban
algunos camellos, otras veces eran pequeñas palmeras que no daban sombra ni a
las piedras.
Por suerte las distancias
que recorrimos en coche no fueron muy largas y estuvieron salpicadas de
multitud de paradas lo que hizo que la sensación de claustrofobia y mareo no se
quedara a nuestro lado de forma permanente. Llegamos al hotel en el que íbamos
a comer y recorrimos sus instalaciones, un lugar perdido en mitad del desierto
pero con todas las comodidades aunque sin grandes lujos pero preparado para
atender turistas que necesitaban remojarse en la piscina, nosotros nos
conformamos con dar un paseo por el interior y hacer fotos mientras nos iban
preparando una gran mesa en la que comimos cous-cous, pollo con patatas y
¡huevos fritos!, fue sorprendente como un alimento tan humilde y cotidiano en
nuestro país allí nos pareció todo un manjar del que disfrutamos de lo lindo.
El grupo había conseguido hacerse compacto con la salvedad de todos los grupos
en los que siempre hay unos cuantos que prefieren hacer el viaje por libre.
Todos los demás comimos y charlamos amigablemente con la llama del cariño
creciéndonos dentro, ya nadie era extraño para nadie, es más, ya nos
empezábamos a sentir como una gran familia en la que era habitual ver a unos y
otros dándose abrazos y compartiendo risas y sonrisas. El restaurante parecía
ser propiedad de Alí el cojo ya que las paredes estaban decoradas con fotos y
recuerdos que hablaban de él. Todo un personaje en aquella parte del desierto
por su destreza en conducir por la arena y en enseñar a otros a conducir
dominando los coches por aquellas peligrosas pistas.
Volvimos a nuestro hotel,
que no estaba muy lejos del que habíamos parado para comer, con tiempo
suficiente para refrescarnos en la piscina y hacer fotos divertidas. De un día
a otro habían llegado muchos turistas nuevos, sobretodo un grupo de italianos
ruidosos que se sentaron a nuestro lado por la noche para ver las estrellas
fugaces en la terraza, hasta que no se fueron a dormir no pudimos disfrutar de
la tranquilidad de la vida en el desierto. Era la última noche que íbamos a
pasar allí, al día siguiente nos esperaba un largo camino por lo que nadie de
la expedición se decidió a dormir en las jaimas de las dunas ya que era más que
probable que dormir, lo que se dice dormir, no se podría hacer por culpa de los
ruidosos turistas que habían llegado para pasar allí la noche. Comentamos que
de haber sido la noche anterior lo de dormir en las jaimas de las dunas quizás
sí que nos hubiésemos apuntado muchos para hacerlo. Era hora de recoger la ropa
lavada, hacer el equipaje y llevarlo a la furgoneta, después de haber pasado
dos días inolvidables en el hotel Tombouctu de Merzouga, junto a las dunas del
desierto.
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